Por César Mauricio Olaya
Remitiéndonos al título escogido para las mil palabras de la fotografía de hoy, creería que muchos de nuestros lectores se acercarían quizá más a los umbrales de una de las actividades de la cultura humana de mayor trascendencia en la historia del hombre sobre la tierra, la narrativa o la oralidad para contar cuentos, contar historias, contar imaginarios contados para ser escuchados, para despertar nuestra imaginación, para ponernos a soñar mientras se escucha, para creer en ellos o para hacerlos posibles en nuestra mente.
Más hoy no vamos a hablar de cuenteros, aunque a decir verdad, la palabra escrita o hablada da la suficiente tela para cortar y por supuesto para contar. Hoy hablaremos de contadores, de esos elementos que se ubican en fachadas de casas o se agrupan incógnitos entre las rejas que los encierran en conjuntos y apartamentos de nuestras ciudades, aquellos que muchas veces están ligados con los reportes ingratos de los valores por pagar y por ende, podría pensarse que no resultan ni gratos, ni atractivos referentes y menos el pensar que estos instrumentos tengan mucho que contar.
Los vatihorímetros, nombre oficial de los que popularmente conocemos como contadores de luz, son instrumentos que miden el consumo de energía eléctrica en nuestras casas y hasta ahí me atrevería a creer, llega la instancia lógica que demanda su conceptualización para cualquiera de nosotros.
Pero como estamos en el ámbito en el que la palabra cuenta, que tal intentar empezar a contar la historia de un pueblo nuestro, de un pueblo de nuestras montañas y de todos nuestros afectos, donde los contadores, no los que cuentan cuentos, sino los que cuentan cuentas, tienen un cuento por contar.
A Zapatoca de hecho le sobran cuentos para contar. Hay quien cuenta cuentos en cada esquina si la intensión es detenernos en tanto imaginario junto. Hay cuentos que buscan explicar la historia de los apodos como elemento diferenciador entre los apellidos repetidos en la mayoría de las familias (Serrano, Gómez, Prada, Acevedo, Díaz) son algunos que se repiten de casa en casa y para distinguir los orígenes de una y otra familia.
Así, encontramos los Acevedo “micos” cuyo árbol genealógico es distinto del de los Acevedo “caracolito”. Los Díaz “vegüeños” y los “corralejos”. Están los Gómez “runcho” (a ellos pertenece el connotado periodista Héctor Gómez Kabariq), los “ovejos” y los Gómez “pichos”. De los Prada están los “proteranos”, “plazuelanos”, “silencio” y los “fiqueros”. Entre los Serrano se destacan los “chocha grande” y los que dieron origen al político y periodista Rafael Serrano Prada que pertenece a los “cargasal”. En fin, un cuento que es todo un cuento.
Y si de cuentos hablamos, que tal el cuento sobre las razones de la presencia de tantos habitantes de cabellos rubios y ojos zarcos?. Cuento que converge en que la razón se le atribuye al comerciante y viajero de origen danés Geo Von Lengerke, quien se asienta en su hacienda El Florito y en ella (con harto tiempo, fuerzas y ganas) se dedica a procrear y a multiplicarse en todas las doncellas de la época, que por lo que podría deducirse, de virtudes y otras bendiciones tenían más bien poco.
Pero volviendo al cuento de los contadores que cuentan, el cuento es la atención que necesariamente se roba la mirada del visitante cuando se llega a esta ciudad localizada a un poco más de 60 kilómetros de Bucaramanga y no más empezar a caminar por sus calles, en cada fachada se resalta una verdadera galería pictórica, que representa decena de líneas creativas del arte de los pinceles.
Es fácil detener la mirada en expresiones Naif o de tendencia primitivista, donde se resaltan pinceladas sencillas y temas del entorno campesino o rural de la zona con las correspondientes escenas de montañas, ríos, cascadas y casitas campesinas.
En otras se avanza un poco más en la dinámica representativa y se registran escenas de la cotidianidad de mercados, pero con interpretaciones donde los cuerpos adquieren una volumetría particular que para el ejemplo, valdría equipararlos con una línea cercana a la boteriana o quizá a la florida expresión de un Grau.
El pincel del artista en otros se rinde al capricho fantasioso del propietario de la casa, que tal y como está acordado, puede pedir un tema en particular y entonces vemos hasta representaciones de cuentos como el de caperucita roja de Charles Perrault, de los hermanos Grimm como el de Hansel y Gretel con su casita de chocolate.
Por supuesto, caminando y detallando, también no deja de sorprender alguna expresión cercana a la colorida obra de Obregón con sus cóndores cargados de trópico e incluso, reconocer limpias expresiones de dibujo de buena factura en obras minimalistas que seducen a la primera mirada.
Pero, ¿de dónde viene esta iniciativa? Alfonso Pineda Quintero, exalcalde de este municipio, que por cierto es otro cuento para contar, dado su origen liberal logrando ser elegido en dos ocasiones, en un pueblo de tradicionales raigambres conservadoras, asegura que la idea inicial se atribuye a Sonia Serrano (no pregunté por el apodo de distinción), quien para sus negocios convocó al artista Félix Serrano para que hiciera esa primera intervención en su fachada.
Y sin que sea necesario atribuir el efecto repetitivo a la llamada clásica “envidia” de santandereano, de inmediato comenzó a multiplicarse como por arte de magia. Por una suma que oscila entre los 15 y los 20 mil pesos, el artista empezó a tomarse una a una las fachadas del pueblo. Pronto la idea caló en otro de los pintores del pueblo, Julio Camelo quien igualmente ha respondido positivamente a las inquietudes de otros propietarios.
Zapatoca tiene en esta alternativa una razón de más para convocar su visita. Calles silentes conservadas en la memoria de una historia tejida en el paso de inmigrantes europeos desde la colonia, la obligada visita al viñedo de Sierra Morena regido por Sergio Rangel, la mirada sin fin de sus miradores o el clima de seda que invita a permanecer.
Las siguientes gráficas muestran algunos de los contadores de energía residencial en Zapatoca…